martes, 24 de julio de 2012

Tiempo al tiempo.

Querido Pablo.


A un amigo no se le debe pedir perdón por alejarse de tanto en tanto. Aunque ahora no estoy tan seguro. Las personas con el tiempo cambian ¿no?. Y ese es ahora el asunto, tengo un problema con el tiempo y las personas que me rodean. Tú me conoces a mí, tú que conoces también y tan bien a mi familia, que conocías mi casa antes de nuestra partida de Neiva, tú que has sido la persona con la que he compartido secretos; pues no encuentro que ahora deba cambiar esa costumbre. Me ha sido revelado un poder y lo he usado en forma abusiva y, claro, el resultado no ha podido ser peor. Tú que sabes de la fascinación loca de mi papá por los relojes. Por eso he decidido recurrir a ti sobre cualquier otro para darte a conocer el lío que no sé cómo manejar y que me rompe. Espero que mi amigo de siempre está ahora otra vez allí donde lo dejé, una vez más, para ayudarme.

Mi papá, el amante de los relojes y, mi mamá, la afamada modista, tenían la casa llena de las cosas que pueden caracterizar, sus gustos por un lado, y su trabajo por el otro. No te llegas a imaginar como está la casa ahora, hablando de la afición de mi papá.  Tenía una suerte de relojes en cada uno de los rincones, paredes, y sitios que la conforman. Solo al franquear la puerta uno podía encontrarse de frente con un magnifico reloj blanco — nuevo para ti, lo compró a los pocos días de llegar a Bogotá— con sus números romanos y sus manecillas negras. Un reloj de esos que llama mi papá modernos y, donde siempre el número cuatro escrito en romanos está mal ya que es IIII y no IV como debería ser. Al lado de la puerta de entrada hay un reloj de pie, esos de péndulo que hacen mucho ruido, al cual él, da cuerda puntualmente —valga la redundancia— cada lunes.  En la mesa de centro de la sala de visitas, sala conformada por la distribución típica de muebles, es decir con un sofá naranja, tres sillas con la misma tapicería y, la ya mencionada mesa con dos mesitas auxiliares. En dicha mesa estaban otros relojes; relojes de todas las clases, de toda índole, pero eso sí todos mecánicos, ya tu sabes, de esos que necesitan una fuerza interna para mover todo ese inextricable conjunto de piezas metálicas, fuerza que es proporcionada sea por un muelle motriz, sea por un peso conectado por cables o cadenas. Todos de los mal llamados de cuerda. ¿Te acordarás de la cátedra que te dio mi papá allá en Neiva sobre cuales son a los que se puede denominar de cuerda, cierto?. Relojes que hacen que la música de la casa sea el trasegar de los segundos y el ruido de las máquinas que están hechas para uno de los trabajos más inútiles del mundo, contar el tiempo. Un sonido que de vez en cuando se le mete uno adentro, un ambiente siempre repleto de tic tacs generado por el infinito contacto entre la rueda de escape y el ancora; un contacto que será eterno, como el tiempo que los mismos relojes tratan de medir. Unos soniditos que se vuelven un solo tic tac omnipresente por la cantidad absurda de ellos que había allí, un sonido que muchas veces se vuelve ruido, un ruido que también se vuelve susurro, un susurro que adormece, o un ruido que te desvela. Un ruido o un sonido en el que descubrí mi poder y, en él, el poder no el ruido, está también concentrado mi problema.


La situación es que desde que llegamos a este apartamento, pasados unos pocos días —un día como cualquier otro en el que mis padres me estaban hablando como hace mucho tiempo no lo hacían—. Mientras ellos me señalaban los diferentes matices de mi personalidad, o de mi comportamiento que no les parecían bien, de mis actitudes y, de todas esas cosas que los padres de uno empiezan a saber o a descubrir de sus hijos cuando estos ya son adultos y estos no les salieron como ellos querían. Y como cualquier ser humano, no buscan las culpas en ellos mismos si no que se las achacan al otro, en este caso, a mí. Esa tarde en la que yo, sentado estoicamente recibía los comentarios bien intencionados, pero con poco fundamento de mis padres, esa tarde en la que sentado escuchándolos oía el zumbido de los relojes de mi papá; esa misma maldita tarde en la que yo miraba fijamente un reloj que había en el cuarto de estudio; ese réprobo momento en el que me descubrí sin oír más el zumbido de los relojes; ese nefasto instante en el que llegué a la certeza de que si me concentraba en el movimiento de los mecanismos interiores de ese reloj, esas piezas diminutas que se podían ver debido al material de su caja; yo lograba hacer que el tiempo se detuviera. Sí así es. Sé que suena a fantasía Pablo y, ni siquiera sé como demostrarlo, pero así es. Mira después de que las manecillas de los numerosos relojes que mi papá tenía en ese cuarto fueron revisados por mis ojos uno a uno; después de que subí al segundo piso y revisé todos los aparatos para contar el tiempo que pude; enseguida de salir de la cocina y de haberlos encontrados todos en un silencio más que inquietante, faltaba del cotidiano tic tac y este se había cambiado por un mutismo que no era tal debido a que había en el un zumbido sordo; un silencio como el que se siente subido en un ascensor, con ese ronroneo característico de fondo. Entré nuevamente a la habitación con mis padres y les vi rígidos, les vi en la misma postura en la que los había dejado, les vi tiesos pero no sin falta de vida. Y me sobresalté, me asusté como la primera vez que manejamos la moto, me espanté ante la idea de que no podía volver a tenerlos conmigo. Miré a la calle y todo lo mismo, todo estaba paralizado. Yo era capaz de detener el mundo, yo tenía la competencia de paralizar el tiempo. En ese estado de preocupación —por mis padres principalmente— y de éxtasis debido a que podía gobernar el tiempo —eso creía ilusamente esa tarde infeliz. Pero como bien te has podido dar cuenta, he sabido revertir el conjuro y logré con el pasar de los días y las prácticas, llegar a detener el tiempo con solo mirar el un reloj mecánico por pocos segundos. Con solo cinco del infatigable segundero yo logro ser el amo y señor del tiempo. Bueno, no, solo lograba detenerlo. Te confieso que hice experimentos, algunos para atrasar el tiempo, otros para adelantarlo. Jugando con las manecillas, primero del reloj con el que todo comenzó, luego con los del resto de la casa, pero nada conseguí. Así pues que solo podía detener el paso del tiempo para los demás. Solo eso.







Pablo, esa primera tarde en la que descubrí mi poder. Posterior a que mis padres «volvieran» a la normalidad, esa tarde que logré —después de volver a mirar el reloj aquel y desear con fuerza de que se moviera— que todos los tic tacs regresaran a mis oídos, que los péndulos oscilaran, que los muelles motrices volvieron a generar la usual fuerza para continuar con el perpetuo movimiento que le imprimían a sus manecillas. Mis padres volvieron a hablar conmigo. Pero de otro tema, y eso pero es grande Pablo, es enorme. El asunto es que después de hacer mis ensayos, descubría que las personas a mi alrededor cambiaban. Algunos de esos cambios eran visibles. De repente el portero del edificio tenía bigote, mi mamá olvidaba lo que estaba hablando —o eso creía yo— y hablaba de otra cosa. El perro del vecino no era un labrador si no un terrier y cosas por el estilo. Nada de lo que me rodea es como antes y me rompe. Yo necesito y quiero y extraño lo de antes. En la búsqueda frenética que desarrollé para volver a mi presente; el único resultado que he conseguido ha sido perderme en una suerte de presentes paralelos en donde solo yo no encajo. Los nombres de las panaderías, de las tiendas, el color de los buses, de los taxis, el mismo edificio, la distribución del apartamento y hasta el del parque —que ahora ya no es a los mártires franceses—. El barrio entero es diferente, tiene otro cariz. La integridad para mí ha dejado de ser eso. Ahora empiezo a entender a esos súper héroes que tanto nos gustaban de niños que veían sus poderes como un castigo, pues Pablo debo decir que así me siento. Y me veo ahora, escribiendo esta carta porque en mi intento diario por encontrar mi presente, o el presente en donde las cosas eran como yo las conocía. Estoy buscando a Chapinero, el mismo barrio en donde tú vivías como estudiante de arquitectura en tus —nuestros— buenos años. Ese barrio tan bogotano, ese barrio tan lleno de recuerdos, los recuerdos de mis visitas a Bogotá a ver mis amigos, los recuerdos de borracheras incontables, los recuerdos de incansables pogos, de fiestas, de «sigan, lindas chicas casi vírgenes» cuando caminábamos por las calles intentando esquivar a los vendedores ambulantes —¿Quién carajos les habrá puesto ese nombre tan insuficiente— que las atestaban hasta la incomodidad. Nuestra casa está en la calle 62 con Carrera 4 ahí apenas subiendo uno para cuadras por la calle y antes de llegar a la Carrera 4 que como te acordaras en esa parte de la ciudad  ya era la Av. quinta. La casa—el apartamento—, como lo habrás de sospechar; estaba en el sexto piso de un edificio muy convencional se servía de un parque, el parque a los caídos franceses en la guerra de independencia —que yo desconocía— queda en frente de él. Y más allá se lograba ver la Universidad de LaSalle. Pues todo eso ya no es así y además, hoy me he mirado a el espejo de mi madre y lleno de horror he visto la imagen que me ha devuelto no la reconozco. Ya no soy yo.

Desesperadamente,

Juan

1 comentario:

  1. Excelente narrativa, Juan Carlos, me ha encantado. Sobre todo la parte de los relojes, ¡el número cuatro en romanos IIII en lugar de IV! ja,ja,ja, me llamó la atención esta parte porque estoy escribiendo una novela acerca de un coleccionista de relojes, y ese guiño me parece una genialidad,
    Saludos!

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