martes, 14 de agosto de 2012

La Catedral

Eran las siete y treinta de la noche del diecinueve de junio de 1991 y el Perro Loco estaba aún durmiendo la siesta. De pronto su mamá, que acababa de oír una noticia que anunciaba un seria amenaza para ellos, le pegó un grito histérico desde la sala que le hizo levantarse asustado. —Sin billete cómo vamos a terminar la casita, —pensaba en voz alta doña Zoila. Perro Loco salió corriendo asustado y desorientado con la pistola en la mano, vestido apenas con sus calzoncillos, traspasó el marcó de la futura puerta de su desordenada habitación; adornada solamente por el afiche del Nacional campeón de la Libertadores del 89; para acercase a su mamá que estaba en la sala y preguntarle:

    —¿Qué pasa cucha, cuál es el escándalo que no me deja dormir? —le dijo el Perro Loco cuando soltaba la pistola al tiempo que se sentaba en el sofá enfrente del televisor.
    —Cállese a ver y párele bolas a lo que acaban de decir ahí. —le dijo doña Zoila mostrándole el televisor nuevo. Televisor de marca Sony de los primeros con función estéreo que llegaban al país. Su hijo se lo había comprado la semana pasada junto con el nuevo equipo de sonido Aiwa. En la pantalla del aparato se reflejaba la luz del faro de la calle que las cortinas baratas de velo verde —por el Nacional—, no lograban ocultar. Aparte de la mesa de centro que ahora sostenía el televisor, un sofá viejo y un afiche de noventa por sesenta del puente de Brooklyn iluminado en la noche, y las cosas de la cocina, la casucha carecía de mucho más mobiliario.

Lo que oyó en el Noticiero 24 Horas de la cadena Dos lo dejó con la cabeza revuelta.

    —¿Nos quedamos sin camello cucha? —el Perro Loco, más que querer preguntar, hablaba sin pensar mirando a su mamá con cara de recién levantado.
    —Vaya hable con El Doctor a ver qué le dice —rápidamente contestó Zoila
    —¿Pero a dónde?
    —Pues allá, a La Catedral. Para allá es que va él. ¡No me hagás preguntas huevonas Wilber! —respondió algo contrariada la señora Zoila señalando con los labios el sur de Medellín, las verdes lomas de Envigado mientras pasaba de la sala a la cocina con menos de tres pasos. En ese momento la casa estaba impregnada con el olor a fríjoles  que ella tenía ya montados en la olla a presión y que iban por la segunda pitada y el arroz en la olla pequeñita y tiznada heredada de su mamá. En sus manos tenía un cuchillo con el cual pelaba un lulo.

    —Pues sí, así es. Iré a hablar con él a ver que me dice —dijo Wilber.
En ese momento sintía el frescor del viento que bajaba de más arriba de la montaña; el típico viento del comienzo de la noche en la nororiental. Ese viento que se oye silbar en las casitas pobres de toda la comuna que, en su mayoría, están cubiertas con tejas de zinc y hechas con bloques baratos. Ese viento juguetón que le indicaba a los habitantes de los barrios de las comunas de Medellín que la noche había llegado y que comenzaba «la fiesta» como ellos le decían a la suerte de tiroteos, música a todo volumen, gritos y escapes de motos que recorría las calles de casi todo el norte de la ciudad. Él le había prometido a su mamá que le iba a hacer una casa y aunque la casa estaba mal cimentada, cosa que ellos no sabían, aunque dejaba expuestas las columnas de un futuro segundo piso y aunque también estaba apenas en obra negra, pues era ya la casa de su cucha como era moda llamar a la mamá en esa época.

    —Y a ponerse las pilas. Ya usté sabe. No me haga repetir lo que le he dicho yo muchas veces —le dijo sin mirarlo doña Zoila mientras metía los lulos en la licuadora.
    —¿Qué? —gritó él para sobreponer su voz al ruido de la licuadora, ya que no sabía a que se refería su mamá.
    —Traiga la plata mijo, tráigala honradamente y si no, pues traiga la plata mijo. —Solo a eso se  refería doña Zoila, nada más ni nada menos.

Perro Loco no dijo nada, pero empezó a repetir mentalmente lo que se acordaba del discurso oído en el noticiero.

    «Deseo que haya un juicio, con mi presentación y mi sometimiento a la Justicia deseo rendir también un homenaje a mis padres...»

 —Bobo hijueputa éste. Y ahora yo cómo voy a cumplirle a la cucha. Si la casa la debo casi toda y este man era el que me daba los camellos.

Su afán estaba bien fundamentado. La casa estaba aún sin terminar, faltaba enchapar el baño, debía poner el cielo raso, pañetarla, pintarla, hacer el segundo piso y todo lo que le había prometido a su mamá. Y su cabeza daba vueltas.  —Lo que me falta es billete, claro como ése marico ya lo tiene todo, yo que me joda. —se decía mentalmente el Perro Loco. Ni si quiera se le ocurría pensar en que había otros ¿cientos, miles? como él. Wilber tenía grabadas a fuego las palabras de su patrón y estas se le repetían y mezclaban en las cabeza con sus propios pensamientos. El discurso seguía

    »A mi irreemplazable e inigualable esposa, a mi hijo pacifista de 14 años, a mi pequeña bailarina sin dientes de 7 años y a toda mi familia que tanto quiero...»
   
    —Sobre eso Perro Loco mentaba —en eso si que tiene razón El Patrón. Esa mujer si que le ha aguantado de todo, con todas esas fiestas que hacíamos y con las peladas que le llevábamos y ella ahí sigue. Ésa si que es tremenda vieja firme. Pero es un chiste que su hijo sea pacifista, si ha ido conmigo a hacer mandados.

En el cuartito de Perro Loco, el equipo de sonido Aiwa de última generación, tenía la voz del El Cantante que decía:

«La calle es una selva de cemento
y de fieras salvajes cómo no
ya no hay quien salga loco de contento
donde quiera te espera lo peor
donde te quiera te espera lo peor...»



Perro Loco entendió toda la situación —al menos eso pensaba— y se dijo que debía moverse rápido y con delicadeza. Pero en su negocio uno no se ganaba las chapas de gratis y, él tenía su apodo bien ganado. Un perro puede ser todo, menos delicado, si a eso le sumás que está loco... Pues qué podías decir vos de la relación entre delicadeza y Perro Loco. Pues nada, nada porque no existía. Decidió ubicar a Popeye, que era su capitán y ver con que le salía. Al fin y al cabo la cucha no tenía porque sufrir por sus cuestiones laborales. Era él el que debía resolver el problema y hacerlo como todo el mundo, como mejor cría.

Ya a las nueve de la noche, Perro Loco había salido a las empinadas calles de la comuna, sentía la brisa en la cara mientras iba en su moto para Envigado a verse su capitán, esperaba que él le solucionara algo, podía oír las balas cuyo sonido se mezclaba con el de la pólvora, podía también oír algo de la música que tronaba en las calles, podía ver a las niñas en sus minifaldas paradas en las esquinas. Perro Loco aceleró.

  Apenas saludó y pasó por el cerco de guardaespaldas que cuida a Popeye le soltó.
   
    —Popeye, necesito hablar con El Patrón.
    —¿Vos te agüebaste o qué? ¿A ónde putas? —le preguntaba Popeye
    —Pues a La Catedral. Allá es que está, ¿no?
    —Sí, allá está pero vos no llegás allá a no ser que te entregués. ¡Qué güeva parce! —se burlaba Popeye mientras meneaba su cabeza.
    —Pues bueno, si se entregó el patrón. ¿Qué vamos a hacer nosotros? ¿Cómo va a seguir este negocio? al menos yo no estoy, ni creo que vaya a estar en la lista de extradición, al fin y al cabo yo a duras penas soy un soldado. Pa’ qué hijueputas me voy a entregar.

Popeye apenas rió de manera formal, una manera que ocultaba su ironía y desprecio por este soldadito que no era ninguna ficha importante, era un fusible y como tal se podía quemar.

    —Mirá parce, dejame hago una llamada y le pregunto al Osito a ver que nos dice. —respondió luego de un pequeño silencio. Ya él tenía la solución pero él no se mandaba solo.
    —Sisas chámpion, hacele pues, porque yo necesito esas cincuenta lucas que me prometió El Patrón pa’ la casa de la cucha ñiño.

Popeye salió, dejó al Perro Loco hablando con los otros, él debía llamar al Osito.
    —Aló, Osito, acá anda el Perro Loco, dice que El Patrón le había prometido un camello por cincuenta palos y que ahora qué va a hacer.
    —¿Cúúmo?, ¡Qué tal la gonorrea esta!. Bien caliente que está toda esta vaina y ahora debemos darle casa una vieja hijueputa. —dijo el Osito.
    —Sisas. Pero sabés qué. ¿Por qué no lo mandamos a hacer la tavuel a la nevera? —contestó. Esa era la idea inicial de Popeye.
    —Vea pues la cabeza que tiene este pirobo. No solo le sirve pa’ cargar esas greñas. ¡De una! —se animó el Osito en responder.
    —¿Y el billete qué? —preguntó Popeye.
    —¿Cómo así que el billete qué? Pues se lo damos, o es que acaso no somos hombres. ¡Bobo hijueputa! —le espetó el Osito.
    —Fresco parce, todo bien —Trato de calmarlo Popeye, pero ya el Osito había colgado.

Popeye salió nuevamente al encuentro con Perro Loco.
    —¡Oe!, Perro Loco, vení —gritó
    —Contame, ¿Qué te dijo? —preguntó fogoso Wilber
    —Listo parcero. Ya le hice la vuelta. —dijo Popeye.
    —Soltalo pues Popeye, no me mariquies. ¿Cuándo voy a La Catedral?—La voz de Perro Loco sonaba tensa, afanada.
    —Decime John Jairo. Vos no vas a pa’alla nada. ¿Quién te dijo eso? —respondió Popeye.

Otra vez Perro loco tuvo uno de sus ataques de clarividencia, pudo ver su futuro, pero aún no sabía el de su mamá. Forzando la voz preguntó.

    —¿Y la cucha? ¡¿Y la la puta casa qué?!
    —¿John Jairo te ha quedado mal alguna vez mi perro? —dijo Popeye
    —Nada, nunca. Jurame pues que vos mismo le das el billo a la cucha.
    —Sisas —respondió a secas
    —Nada de sisas pirobo. ¡Jurámelo! —grito desesperado Perro Loco
    —Ah, pero que delicao está este pelao. Se lo juro pues —masculló Popeye.
    —¿Y a quién toca darle piso? —Le inquirió Perro Loco
    —A un man en Bogotá. Esa es una parte de las cosas que tenemos que hacer en la negociación con esas gonorreas de políticos. Te vas mañana después de la fiesta de esta noche. Nos toca celebra que tu cucha va a tener una chimba de casa.

A la cabeza de Perro Loco llegaron las últimas palabras del discurso de Pablo Escobar el día de su entrega

    »En estos momentos históricos de entrega de armas de los guerrilleros y de pacificación de la patria, no podía permanecer indiferente ante los anhelos de paz de la enorme mayoría del pueblo de Colombia»

Y él se preguntaba, ¿anhelos de paz; qué mierda significará eso?

martes, 24 de julio de 2012

Tiempo al tiempo.

Querido Pablo.


A un amigo no se le debe pedir perdón por alejarse de tanto en tanto. Aunque ahora no estoy tan seguro. Las personas con el tiempo cambian ¿no?. Y ese es ahora el asunto, tengo un problema con el tiempo y las personas que me rodean. Tú me conoces a mí, tú que conoces también y tan bien a mi familia, que conocías mi casa antes de nuestra partida de Neiva, tú que has sido la persona con la que he compartido secretos; pues no encuentro que ahora deba cambiar esa costumbre. Me ha sido revelado un poder y lo he usado en forma abusiva y, claro, el resultado no ha podido ser peor. Tú que sabes de la fascinación loca de mi papá por los relojes. Por eso he decidido recurrir a ti sobre cualquier otro para darte a conocer el lío que no sé cómo manejar y que me rompe. Espero que mi amigo de siempre está ahora otra vez allí donde lo dejé, una vez más, para ayudarme.

Mi papá, el amante de los relojes y, mi mamá, la afamada modista, tenían la casa llena de las cosas que pueden caracterizar, sus gustos por un lado, y su trabajo por el otro. No te llegas a imaginar como está la casa ahora, hablando de la afición de mi papá.  Tenía una suerte de relojes en cada uno de los rincones, paredes, y sitios que la conforman. Solo al franquear la puerta uno podía encontrarse de frente con un magnifico reloj blanco — nuevo para ti, lo compró a los pocos días de llegar a Bogotá— con sus números romanos y sus manecillas negras. Un reloj de esos que llama mi papá modernos y, donde siempre el número cuatro escrito en romanos está mal ya que es IIII y no IV como debería ser. Al lado de la puerta de entrada hay un reloj de pie, esos de péndulo que hacen mucho ruido, al cual él, da cuerda puntualmente —valga la redundancia— cada lunes.  En la mesa de centro de la sala de visitas, sala conformada por la distribución típica de muebles, es decir con un sofá naranja, tres sillas con la misma tapicería y, la ya mencionada mesa con dos mesitas auxiliares. En dicha mesa estaban otros relojes; relojes de todas las clases, de toda índole, pero eso sí todos mecánicos, ya tu sabes, de esos que necesitan una fuerza interna para mover todo ese inextricable conjunto de piezas metálicas, fuerza que es proporcionada sea por un muelle motriz, sea por un peso conectado por cables o cadenas. Todos de los mal llamados de cuerda. ¿Te acordarás de la cátedra que te dio mi papá allá en Neiva sobre cuales son a los que se puede denominar de cuerda, cierto?. Relojes que hacen que la música de la casa sea el trasegar de los segundos y el ruido de las máquinas que están hechas para uno de los trabajos más inútiles del mundo, contar el tiempo. Un sonido que de vez en cuando se le mete uno adentro, un ambiente siempre repleto de tic tacs generado por el infinito contacto entre la rueda de escape y el ancora; un contacto que será eterno, como el tiempo que los mismos relojes tratan de medir. Unos soniditos que se vuelven un solo tic tac omnipresente por la cantidad absurda de ellos que había allí, un sonido que muchas veces se vuelve ruido, un ruido que también se vuelve susurro, un susurro que adormece, o un ruido que te desvela. Un ruido o un sonido en el que descubrí mi poder y, en él, el poder no el ruido, está también concentrado mi problema.


La situación es que desde que llegamos a este apartamento, pasados unos pocos días —un día como cualquier otro en el que mis padres me estaban hablando como hace mucho tiempo no lo hacían—. Mientras ellos me señalaban los diferentes matices de mi personalidad, o de mi comportamiento que no les parecían bien, de mis actitudes y, de todas esas cosas que los padres de uno empiezan a saber o a descubrir de sus hijos cuando estos ya son adultos y estos no les salieron como ellos querían. Y como cualquier ser humano, no buscan las culpas en ellos mismos si no que se las achacan al otro, en este caso, a mí. Esa tarde en la que yo, sentado estoicamente recibía los comentarios bien intencionados, pero con poco fundamento de mis padres, esa tarde en la que sentado escuchándolos oía el zumbido de los relojes de mi papá; esa misma maldita tarde en la que yo miraba fijamente un reloj que había en el cuarto de estudio; ese réprobo momento en el que me descubrí sin oír más el zumbido de los relojes; ese nefasto instante en el que llegué a la certeza de que si me concentraba en el movimiento de los mecanismos interiores de ese reloj, esas piezas diminutas que se podían ver debido al material de su caja; yo lograba hacer que el tiempo se detuviera. Sí así es. Sé que suena a fantasía Pablo y, ni siquiera sé como demostrarlo, pero así es. Mira después de que las manecillas de los numerosos relojes que mi papá tenía en ese cuarto fueron revisados por mis ojos uno a uno; después de que subí al segundo piso y revisé todos los aparatos para contar el tiempo que pude; enseguida de salir de la cocina y de haberlos encontrados todos en un silencio más que inquietante, faltaba del cotidiano tic tac y este se había cambiado por un mutismo que no era tal debido a que había en el un zumbido sordo; un silencio como el que se siente subido en un ascensor, con ese ronroneo característico de fondo. Entré nuevamente a la habitación con mis padres y les vi rígidos, les vi en la misma postura en la que los había dejado, les vi tiesos pero no sin falta de vida. Y me sobresalté, me asusté como la primera vez que manejamos la moto, me espanté ante la idea de que no podía volver a tenerlos conmigo. Miré a la calle y todo lo mismo, todo estaba paralizado. Yo era capaz de detener el mundo, yo tenía la competencia de paralizar el tiempo. En ese estado de preocupación —por mis padres principalmente— y de éxtasis debido a que podía gobernar el tiempo —eso creía ilusamente esa tarde infeliz. Pero como bien te has podido dar cuenta, he sabido revertir el conjuro y logré con el pasar de los días y las prácticas, llegar a detener el tiempo con solo mirar el un reloj mecánico por pocos segundos. Con solo cinco del infatigable segundero yo logro ser el amo y señor del tiempo. Bueno, no, solo lograba detenerlo. Te confieso que hice experimentos, algunos para atrasar el tiempo, otros para adelantarlo. Jugando con las manecillas, primero del reloj con el que todo comenzó, luego con los del resto de la casa, pero nada conseguí. Así pues que solo podía detener el paso del tiempo para los demás. Solo eso.







Pablo, esa primera tarde en la que descubrí mi poder. Posterior a que mis padres «volvieran» a la normalidad, esa tarde que logré —después de volver a mirar el reloj aquel y desear con fuerza de que se moviera— que todos los tic tacs regresaran a mis oídos, que los péndulos oscilaran, que los muelles motrices volvieron a generar la usual fuerza para continuar con el perpetuo movimiento que le imprimían a sus manecillas. Mis padres volvieron a hablar conmigo. Pero de otro tema, y eso pero es grande Pablo, es enorme. El asunto es que después de hacer mis ensayos, descubría que las personas a mi alrededor cambiaban. Algunos de esos cambios eran visibles. De repente el portero del edificio tenía bigote, mi mamá olvidaba lo que estaba hablando —o eso creía yo— y hablaba de otra cosa. El perro del vecino no era un labrador si no un terrier y cosas por el estilo. Nada de lo que me rodea es como antes y me rompe. Yo necesito y quiero y extraño lo de antes. En la búsqueda frenética que desarrollé para volver a mi presente; el único resultado que he conseguido ha sido perderme en una suerte de presentes paralelos en donde solo yo no encajo. Los nombres de las panaderías, de las tiendas, el color de los buses, de los taxis, el mismo edificio, la distribución del apartamento y hasta el del parque —que ahora ya no es a los mártires franceses—. El barrio entero es diferente, tiene otro cariz. La integridad para mí ha dejado de ser eso. Ahora empiezo a entender a esos súper héroes que tanto nos gustaban de niños que veían sus poderes como un castigo, pues Pablo debo decir que así me siento. Y me veo ahora, escribiendo esta carta porque en mi intento diario por encontrar mi presente, o el presente en donde las cosas eran como yo las conocía. Estoy buscando a Chapinero, el mismo barrio en donde tú vivías como estudiante de arquitectura en tus —nuestros— buenos años. Ese barrio tan bogotano, ese barrio tan lleno de recuerdos, los recuerdos de mis visitas a Bogotá a ver mis amigos, los recuerdos de borracheras incontables, los recuerdos de incansables pogos, de fiestas, de «sigan, lindas chicas casi vírgenes» cuando caminábamos por las calles intentando esquivar a los vendedores ambulantes —¿Quién carajos les habrá puesto ese nombre tan insuficiente— que las atestaban hasta la incomodidad. Nuestra casa está en la calle 62 con Carrera 4 ahí apenas subiendo uno para cuadras por la calle y antes de llegar a la Carrera 4 que como te acordaras en esa parte de la ciudad  ya era la Av. quinta. La casa—el apartamento—, como lo habrás de sospechar; estaba en el sexto piso de un edificio muy convencional se servía de un parque, el parque a los caídos franceses en la guerra de independencia —que yo desconocía— queda en frente de él. Y más allá se lograba ver la Universidad de LaSalle. Pues todo eso ya no es así y además, hoy me he mirado a el espejo de mi madre y lleno de horror he visto la imagen que me ha devuelto no la reconozco. Ya no soy yo.

Desesperadamente,

Juan