Salí a caminar al mercado verde con una vecina. Ella, al ver yo no sabía en dónde era, me dijo que estaba cerca y se ofreció a llevarme. Yo quería ir porque buscaba huevos «naturales» para mi hija que está pronta a empezar con ellos en su dieta, algo que claramente no podría conseguir en el Albi Mall, el hipermercado a las afueras de la ciudad. Era casi el medio día, el sol estaba fuerte y una brisa fría nos regalaba un sensación muy agradable.
El recorrido lo hicimos desde mi casa a través del parque italiano, un parque que está a unos trescientos metros de mi casa y del que estoy seguro que no ha tenido tiempos mejores, o si así hubiese sido, fueron pocos. No me malentiendan, el parque es bastante grande, tiene un par de sectores importantes con árboles altísimos, tienes unos bonitos caminos empedrados y tiene algunas zonas con juegos infantiles. No es feo, es que está mal cuidado por los usuarios, está mal mantenido. Cuando íbamos a mitad de camino nos encontramos con una pareja de amigos y su hijita que jugaba en la plazoletita para niños. Lea estaba sola corriendo por uno de esos juegos de madera en donde los niños pueden subir, bajar, pasar por puentes, meterse en tubos cortos, entre otras cosas; sus papás estaban pendientes de que no le fuera a lastimar con las diferentes partes que le faltaban en varias partes. U puente sin un pedazo de madera, una escalera sin un par de escalones... Ellos estaban con otra pareja y sus dos hijos, ella era colombiana. Intercambiamos saludos y presentaciones, hablamos un poco antes de ver que mi vecina estaba un poco perdida y continuamos el camino. Terminamos de bajar por el parque hacia el Grünermarkt como lo llama en alemán mi vecina.
Caminamos unos cuatrocientos metros más y llegamos al mercado. Me sorprendí, dejé a mi esposa con la vecina y con Elena, y me dediqué a recorrer el pequeño mercadito solo. No es muy grande apenas unos ciento cincuenta metros de fondo por cincuenta de ancho, atravesado por un solo pasaje que va desde la entrada hasta la quesería y algunos callejones laterales a lo largo del principal. La luz del sol favorecía los vivísimos colores. Una mezcla de olores a tierra, a verduras, a papas, a queso fresco, a cebolla larga inundaban mi nariz. Caminaba lentamente y miraba los diferentes productos del campo, no había mucha variedad. Las lechugas, las cebollas lucían frescas, de tanto en tanto veía algún tendero rociándoles agua. Además de lo mencionado habían tomates, berenjenas, apio, pepinos, cuajada y baratijas divididas en dos categorías: ropa y electrodomésticos.
Es claro que acá en Pristina, y en general en Europa, estoy lejos de tener la variedad que ofrece un mercado de plaza colombiano, pero por lo demás es casi lo mismo. Siempre me han gustado los mercados de plaza, como los llaman mis papás. Aún me acuerdo cuando era niño e iba con mi papá a hacer el mercado de la semana. Me acuerdo del desorden que había y de la distribución que lo gobernaba, de la suciedad, del olor, de los gritos, de la frescura de las frutas y verduras. También del matadero con las reses, cerdos y pollos colgando, del olor a sangre. De la recompensa que nos daba mi papá por acompañarlo al terminar. Debe ser por eso que me gustan tanto este tipo de lugares. Eso hace que me sienta de alguna manera en casa. Poder pedir la prueba de las frutas, de las semillas y nueces, de los quesos; poder regatear el precio de los huevos de campo, pequeños, descoloridos pero sin tratamientos; de las verduras. Poder sentir y ver la gente que hace que nosotros tengamos comida, los campesinos, saludarlos, hacerse entender, porque acá para mí ese es otro aliciente, su olor a trabajo duro, a sudor. Su contradictorio aspecto; entre llenos de energía y cansados, entre distantes pero con una cercanía muy cálida, siempre preguntando de dónde venía. Oír su música con el pitido de su flauta típica. Verlos reirse, verlos hablar entre ellos. Ver a los carretilleros mover los productos de un lugar a otro, estar en el salón de los quesos y sentir su fuerte olor, recibir queso gratis de muestra para Elena.
También debe ser que me gusta quitarme de encima un poco la sensación de que todo está en un hipermercado. Esos lugares enormes en donde todo es asepsia y pulcritud, en donde la música que nos acompaña es la única que ha sido inventada para no ser escuchada, la maldita música ambiental, en donde los corredores son amplios para no tropezar con nada ni con nadie, en donde no hay posibilidad de pedir rebaja, en donde se habla muy poco y se interactúa menos, en donde es posible gastar dinero sin llegar a sentir que se hace con esa fichas de casino que llamamos tarjetas de crédito. En fin, en donde la vida es un poco más artificial, más fácil, más homogénea y estandarizada. Una vida más Macdonals.